“… Y como orfebres minuciosos del amor, nos entregábamos a
la gran tarea de cada noche: con nuestras manos, con nuestros ojos, con
nuestras piernas, con nuestras palabras entrelazadas, con nuestros brazos, con
el roce de nuestros pies bajo las sábanas trenzábamos la gran soga con que habrían
de unirse el día que acababa y el día por venir…”
“Nos ocurría lo mismo. Podía intuirlo. Si bien nunca lo
dijimos, nunca lo expresamos a viva voz, siempre supe que nos ocurría lo mismo
a la hora de dormir. Y es por eso que trenzábamos la gran soga: teníamos miedo.
Miedo de separarnos en los sueños. Miedo de perdernos en el altamar de esos
sueños de la noche de cada uno. Miedo de no despertar juntos la mañana
siguiente…”
…..
“Temblé de ansiedad cuando la conocí, luego temblé junto a
ella por placer. Ahora que ya no está, tiemblo de miedo permanentemente.”
…..
“Quizás debiera irme de una buena vez. Sin mirar a los
costados, caminar decididamente hacia la puerta y salir. De una buena vez.
Finalmente. Salir a la luz. Como quien sale a una vida, salir a la luz desde
esta casa que fuera útero en su amamantar de abrazo curvo entre las paredes
rectas y blancas…”
“… estoy de pie, al costado del lecho de muerte de todo
aquello que fuera nuestra casa y que, ahora, es un conjunto de habitaciones
vacías. Comienzo a cerrar ventanas y ventanales. A oscurecer el silencio. A
silenciar la luz. El ritual del adiós. Miro cómo se extinguen los últimos
fuegos. Observo cómo un viento imaginario, salido de mi memoria, esparce las
cenizas de lo ido. Finalmente, cierro la puerta y salgo, temblando de miedo, a
un desierto sin nombre y sin medida.”
…..
finalmente
me senté en las escalinatas que nunca subimos
y observé fijamente el cantero
con flores que nunca imaginamos
y recordé lo que nunca vivimos
y lloré desconsoladamente
Patricio Raffo, fragmentos de “El ritual del adiós”,
Rosario, junio 2016