La mirada, la mía, adherida a los
chirridos de las cosas. Mundo de silencio. Yo preciso inventarme en la noche,
con palabras que tanto me cuestan. Y es siempre la sed ávida, aviesa, triste,
como llevar un color marchito en la mano, una pluma desplumada. Me trago mi sed,
me la bebo, la rumio con hastío invisible. Cada noche mi mirada se rebela. Mis
ojos se toman en serio, se recuerdan, se comprometen: descartan los muelles y
el río y los libros y las caras que sucedieron bajo el sol de agosto. Se abren
mis ojos. Me obligan a seguirlos por altitudes de sombra y silencio y vientos y
frío.
Pero para saberlo necesito escribir.
Sola no puedo enterarme de mí ni lo deseo. La complicidad de la palabra que mis
ojos enjaulan es una especie de campana de mi soledad. Cuando leo que dije
soledad o silencio me descubro al instante, en un rincón de la habitación
miedosa y perdida pero reencontrada de alguna manera. Aunque nada de esto tenga
que ver con la validez o deficiencia de lo que escribo, sé, de una manera
visionaria, que moriré de poesía. Esto no lo comprendo perfectamente, es vago,
es lejano, pero lo sé y lo aseguro. Tal vez ya sienta los síntomas iniciales:
dolor en donde se respira, sensación de estar perdiendo mucha sangre por alguna
herida que no ubico.
Alejandra
Pizarnik, fragmento del 11 de agosto de 1962 en “Diarios”, Lumen, 2010