Tristeza, necesito
tu ala negra,
tanto sol, tanta miel en el
topacio,
cada rayo sonríe
en la pradera
y todo es luz redonda en torno
mío,
todo es abeja eléctrica en la
altura.
Por eso
tu ala negra
dame,
hermana tristeza:
necesito que alguna vez se
apague
el zafiro y que caiga
la oblicua enredadera de la
lluvia,
el llanto de la tierra:
quiero
aquel madero roto en el
estuario,
la vasta casa a oscuras
y mi madre
buscando
parafina
y llenando la lámpara
hasta no dar la luz sino un
suspiro.
La noche no nacía.
El día resbalaba
hacia su cementerio
provinciano,
y entre el pan y la sombra
me recuerdo
a mí mismo
en la ventana
mirando lo que no era,
lo que no sucedía
y un ala negra de agua que
llegaba
sobre aquel corazón que allí
tal vez
olvidé para siempre, en la
ventana.
Ahora echo de menos
la luz negra.
Dame tu lenta sangre,
lluvia
fría,
dame tu vuelo atónito!
A mi pecho
devuélvele la llave
de la puerta cerrada,
destruida.
Por un minuto, por
una corta vida,
quítame luz y déjame
sentirme
perdido y miserable,
temblando entre los hilos
del crepúsculo,
recibiendo en el alma
las manos
temblorosas
de
la
lluvia.
Pablo Neruda, “La tristeza,
(II)” en “Plenos poderes”, 1962