Señor
Contador de la Escuela Freudiana de Buenos Aires S / D
Señor: me dirijo a usted y por su intermedio a
la Comisión Directiva de esa institución para dejar constancia escrita, vale
decir "a la letra" (cfr. Écrits) de que en el acto de pago a mis
conferencias sobre Edgar Poe ha quedado un residuo, como diría el doctor Lacan,
que usted, como psicoanalista, debería poder analizar. Ante todo: me doy cuenta
de la incompatibilidad que existe entre la función de contador y la de
analista. El analista escucha; el que cuenta, o sea el contador, es el
paciente. Que usted, doctor, deba sobrellevar en la Escuela Freudiana un cargo,
el de contador, por completo antagónico con su profesión habitual, nos ha
creado quizá este pequeño problema que, sin embargo, no puede ser resuelto
transfiriéndomelo a mí. En cuestiones de sexo y de dinero, me han dicho que ha
dicho Freud, hay que hablar claro. Puede que yo no fuera del todo explícito
cuando fijé mis honorarios en setecientos cincuenta mil pesos por conferencia,
pero muy oscuro no puedo haber sido puesto que eso fue, exactamente, lo que se
me pagó por mi primera charla, y, para que la exactitud resultara incluso
cronológica, tal pago se efectuó la misma noche del acto. Connotaciones
prostibularias al margen, le hago notar que, en cambio, para mi segunda charla
no sólo se decidió mitigar mis honorarios, sino que, concluido el acto, no
había nadie en su oficina siquiera para informarme de la informal merma. Al día
siguiente, y por procuración, me enteré de que sólo recibiría dos tercios de lo
acordado (y, si no acordado, al menos re-cordado, por mí, que tenía presente lo
acontecido la semana anterior), dos tercios, hago notar de paso, aleatoriamente
desvalorizados por la súbita caída del peso argentino, devaluación que ni usted
ni yo podíamos prever, aunque quizá el homo económicus que hay en usted,
estimado contador-analista, esté más capacitado que yo para evaluar.
O de otro modo: siento que, por lo menos,
se me adeudan doscientos cincuenta mil pesos. Y digo "por lo menos"
no porque reclame indexación por la citada caída del peso, sino porque, en
casos como éste, se acostumbra, por lo menos, la cortesía de una disculpa.
No he consultado esto con mi analista
porque, acaso desdichadamente, no me analizo, tal vez usted pueda consultarlo
con el suyo y lleguemos finalmente a un cuerdo acuerdo. Mientras tanto le
confieso que mi planteo es puramente ético. Y por más de una razón. Si usted,
doctor, ha leído bien a Freud y a Lacan advertirá, en primer término, que si yo
no cobro por lo que hago, en realidad estoy pagando. Llamémosle a esto complejo
de culpa y verá en qué aprieto me pone usted con su actitud: ¿qué error o falta
de decoro cometí yo al dar esas conferencias (o antes, tal vez en mi infancia)
para tener que pagar por ellas? Si no cobro, señor, deberé tal vez analizarme
para descubrirlo, lo cual, espantosamente, me obligaría a pagar acaso
innumerables sesiones a un psicoanalista para re-cobrar, pagando, lo que pagué
por no cobrar. No puede ser ésta la solución. A menos que mi analista fuera
usted y yo no le pagara, o yo lo analizara a usted cobrándole lo que me debe
por mis conferencias, más unos centavos simbólicos, para evitarle una mala
transferencia.
La otra cuestión ética, es casi estética.
Soy escritor. Hace veinticinco años que vengo luchando por la dignidad del trabajo
intelectual. En una sociedad como la nuestra, parte de esa dignidad consiste en
que la inteligencia sirva, materialmente, para vivir. Si usted hubiese estado
presente en mis charlas sobre Edgar Poe ya sabría qué significó para ese
hombre, asumir esa ética. Sin contar con que, de haber estado usted, la deuda
de su institución conmigo sería menor en veinte mil pesos, ya que, poéticamente
al menos, su pago de la entrada habría llegado a destino, como la carta famosa
que recuperó el chevalier Dupin y que analizó el doctor Lacan. Pero acaso juzgo
mal y usted estuvo. Entonces, señor, quedo su amigo, pues usted como analista
ya pagó, aunque no a mí, y en todo caso escuchó lo que pienso sobre la ética,
la poesía y la inteligencia, y no hace falta repetirlo.
Si
esto es así, me disculpo yo. Y, al desagraviarlo, desagravio en efigie a toda
la comisión directiva de la Escuela Freudiana, a la que dono esa residual
tercera parte de mis honorarios para que, por ejemplo, hagan arreglar el
micrófono que no siempre funciona como debe, por decirlo así.
Saludo en usted cordialmente al analista,
me despido para siempre del contador y, si ha tenido la paciencia de leer hasta
el fin esta carta, deploro que esa paciencia lo haya convertido,
por un rato, en mi paciente.
Abelardo
Castillo, "Carta lacaniana" en “Las palabras y los días”, Editorial Seix Barral, Biblioteca
Breve, San Pedro, 1981